Acerca del intercambio epistolar entre Einstein y Freud. Por Nemrod Carrasco.Universidad de Barcelona

La  insoportable  estética  de  la  guerra:  la  correspondencia  Einstein-­‐‑ Freud   Nemrod  Carrasco. Universidad  de  Barcelona    
    
En 1931, la Comisión permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones encarga al Instituto Internacional de Cooperación intelectual organizar un intercambio epistolar entre intelectuales representativos “sobre temas elegidos para servir a los comunes intereses de la Liga de las Naciones y de la vida intelectual”.

 El instituto va a dirigirse a Einstein quien, a su vez, sugiere a Freud como interlocutor. En junio de 1932, el secretario del Instituto escribe a Freud para invitarle a participar en este intercambio. Desde Caputh (Postdam), Einstein envía una carta a Freud el 30 de julio de 1932, un año antes de que el nazismo tomase el poder en Alemania, con la siguiente pregunta: ¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra? Freud contesta desde Viena apenas un mes más tarde, septiembre de 1932, señalando que cuando se enteró de que Einstein le propuso hacer un intercambio de ideas sobre el tema indicado no dudó en aceptar inmediatamente. El año siguiente, 1933, el Instituto publica esta correspondencia en París en tres lenguas —alemán, francés e inglés— bajo el título, ¿Por qué la guerra?, pero en Alemania se prohíbe su difusión. Como señala David Benhaim, es harto extraño que los analistas hayan prestado muy poca atención a la carta de Einstein y publicado sólo la respuesta de Freud

.1 Esta omisión es ciertamente curiosa si tenemos en cuenta que Einstein decide por sí mismo cuál es la cuestión a tratar, despeja las soluciones más evidentes y, en fin, propone las condiciones bajo las cuales se espera que Freud responda como un “experto de la vida pulsional”. ¿No dice esto muchísimo sobre su propia posición respecto del problema? Sin duda, Freud no es para Einstein sólo el analista de la vida “instintiva”, sino también aquel que ha indicado el marco “destructivo” de la agresividad que anida en el interior de los hombres. Si la guerra es una especie de destino trágico en el que estamos implicados, un “fatum” cada vez más apremiante e insoportable justamente a causa del “progreso” de la técnica, ¿hay algún modo de afrontar directamente el fenómeno de la guerra sin caer presos en su fatalidad? La pregunta dirigida a Freud, por lo tanto, se trata de algo más que una pregunta: Einstein busca orientación en una situación problemática, pero, ¿hasta qué punto está dispuesto a oír la respuesta a su demanda? Y, sobre todo, ¿cómo reacciona Freud ante esta exigencia? Nuestra tesis es que la respuesta de Freud no es muy distinta, aunque no exactamente igual, a la que habría efectuado un psicoanalista frente a su paciente.2   
La carta de Einstein y los términos del problema  
El punto de partida de Einstein resulta prometedor. A simple vista, las causas sociológicas y políticas 
                                                 2 La diferencia más remarcable es que la verdad no va a salir de la boca del paciente, sino del psicoanalista Freud, cuyo materialismo parece oponerse al final de la misiva al pacifismo idealista de Einstein. 
     
deberían poder agotar las razones que conducen a los hombres a la guerra: “el afán de poder que caracteriza a la clase gobernante”, o “la existencia de un pequeño grupo [que ve] en la guerra… nada más que una ocasión para favorecer a sus intereses particulares” podrían explicar o, mejor todavía, ilustrar con un aceptable grado de acierto y de plausibilidad el por qué de la guerra. Pero Einstein es consciente del carácter insatisfactorio de este tipo de argumentos y plantea la necesidad de aprender a valorarlos con perspectiva, de distanciarnos de la fascinación de estas causas directamente visibles protagonizadas por un determinado sujeto, unas causas asociadas a unos agentes claramente identificables. Hay que ser capaz de percibir los contornos del trasfondo que generan los estallidos bélicos. De lo contrario, corremos el riesgo de esconder nuevamente el nudo de la violencia. Éste es el punto de partida, quizás incluso el axioma, de la carta que Einstein dirige a Freud: la violencia de esas minorías mortíferas que usan la prensa, la escuela y la iglesia con fines manipuladores sólo es la parte visible de una violencia que incluye algo más: el sometimiento de la mayoría a un estado –el de la guerra- que no representa más que sufrimiento, dolor y muerte. ¿Por qué los hombres no huyen en desbandada cuando masas de cientos de miles de ellos son llevados al frente? La guerra no opera exclusivamente en los casos evidentes de incitación y en las relaciones de dominación social. Tiene que haber algo más profundo que, según Einstein, pueda dar cuenta de la pregunta más decisiva: ¿Cómo es que la movilización de las masas logra despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo hasta llevarlos a sacrificar su vida? Lo verdaderamente chocante se reduce a esta terrible constatación, a saber, que el hombre entusiasmado por la arenga política pueda someterse voluntariamente a la guerra. Aquí encontramos el perspicaz interrogante con el que arranca la carta de Einstein. Lo que viene a continuación son los intentos del físico judío por controlar y remover este componente excesivo presente en la naturaleza humana. La vía de solución más inmediata consiste en plantear el aspecto más hobbesiano del problema: los Estados son unos “lobos artificiales” portadores de violencia y enemistad a la escena internacional, lo que hace necesario someterse a una instancia jurídica global que arbitre todo conflicto que pueda surgir entre ellos. Después de que la Primera Guerra Mundial haya confrontado a las sociedades europeas con los horrores y espantos de una guerra geográfica y tecnológicamente ilimitada, ya no cabe confiar kantianamente en la autovinculación moral de los gobiernos. La seguridad internacional implica que las naciones deben renunciar incondicionalmente a una parte de su soberanía a favor de la institución supranacional.3 Sin ese momento de obligación, el consenso pacífico de naciones jamás tendrá a su disposición el poder necesario para legislar y hacer cumplir las decisiones de sus tribunales, sin permanecer secuestrada por la inestable constelación de intereses y finalmente sucumbir —como acabó sucediendo con la Sociedad de Naciones establecida en Ginebra.    Esta reflexión simple y evidente sobre el modo en que un derecho cosmopolita podría actuar como medio de reconciliación, mediación y coexistencia pacífica entre los Estados está directamente relacionada con el análisis                                                

 3  Mientras Kant exponía en El proyecto para una paz perpetua que el sistema internacional puede y debe replicar el modelo nacional del contrato social (una posición que resultó muy atractiva entre los defensores de la Sociedad de Naciones), la escuela realista de las relaciones internacionales, que desde el siglo XIX domina en Occidente, apunta hacia la posición hobbesiana, a saber, que los estados tienen total libertad para perseguir sus intereses. Una reformulación de esta oposición se halla en el pacifismo jurídico de Kelsen, pero, sobre todo y muy particularmente, en el cosmopolitismo kantiano de Habermas que, en su intento por divorciar la teoría política de toda la tradición contaminada del nacionalismo alemán, rechaza vehemente la teoría de la soberanía de Carl Schmitt. A propósito del problema de la soberanía y la necesidad de un derecho cosmopolita, véase Habermas (1999: 147-188).   

que hace Einstein de los poderosos factores psicológicos que bloquean una posible correlación de fuerzas supranacional. Einstein conoce de sobra el fracaso de los intentos destinados a alcanzar esta meta y lo imputa no a la inconsistencia del proyecto político. El problema no está en la organización institucional sino en resistencias psicológicas más vigorosas, presentes de un modo mucho más difuso en: a) la cultura política de los Estados, cuyos gobiernos manifiestan su hostilidad a toda limitación de la soberanía nacional; b) la insaciable necesidad de poder de la clase dominante; c) la propaganda cultural y el uso manipulado de los medios de comunicación de masas. Einstein pone su foco, desde luego, en cómo la concurrencia de estos factores convierte el deseo de exterminar al otro en una psicosis colectiva y hasta qué punto es posible redirigir el desarrollo psíquico de los seres humanos de tal manera que estos se vuelvan más resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción.4 La posibilidad de neutralizar y erradicar esta pulsión agresiva es aquello de lo que Freud debe dar razón, lo que debe colocar el problema de la paz y de la guerra en el sitio que le corresponde a fin de marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.  
Las inversiones dialécticas de Freud  
Einstein sabe dónde está el problema y lo plantea en unos términos que responden a la actualidad de una demanda que exige un cierto grado de concreción: intuye que la radicalidad de las razones de la guerra se localiza en el indeterminado mundo de la psique y de los instintos y no duda en apelar a la competencia de Freud para obtener de él “unos métodos educativos” que desarrollen otras posibles acciones hasta ahora no exploradas. Que éstas son las expectativas que Einstein desea satisfacer es algo indudable. Lo que resulta desconcertante es el modo en que Freud reacciona a las mismas:  
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a cambiar ideas sobre un tema que ocupaba su interés y que también le parecía digno del ajeno, manifesté complacido mi aprobación. Sin embargo, esperaba que usted eligiría un problema próximo a los límites de nuestro actual conocimiento, un problema ante el cual cada uno de nosotros, tanto el físico como el psicológico, pudiera abrirse un acceso especial, de modo que, acudiendo de distintas procedencias, se encontrase en el mismo terreno. Por ese motivo, me sorprendió su pregunta sobre lo que podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la guerra. Al principio me asusté ante la impresión de mi —estaba a punto de decir— “nuestra” incompetencia, pues aquella parecíame una tarea práctica que correspondía a los hombres de Estado5.  
La sorpresa por la pregunta sobre la fatalidad de la guerra y el susto por la incompetencia rebajan, sin duda, las expectativas puestas en su respuesta al problema planteado por Einstein. ¿Estamos ante lo que algunos califican de un simple “malentendido”? ¿Se trata de un simple artificio para expresar la profundidad de una problemática cuya solución siempre se alcanza inadecuada? Pero, ¿qué pasaría si entendiéramos el gesto de Freud como una provocación socrática? ¿Por qué no pensarlo en términos de la tradicional oposición entre eiron y alazon, tal y como aparece entre los griegos o en la comedia helénica, el chico listo y el chico tonto? El chico listo, que aquí por necesidad debía ser Freud, se hace pasar por el chico tonto, expresa su estupor ante una pregunta que debería haberle producido el efecto opuesto e incluso plantea dudas acerca de su importancia en el mismo momento en que expresa su preferencia para hablar de otra cosa. Dicho de forma breve: es muy difícil no observar en estos elementos textuales una estrategia discursiva que no responda a una actitud irónica. El espíritu de la ironía, si es que existe tal cosa en la carta de Freud, nos advierte de entrada de un problema mal planteado por Einstein o, por lo menos, formulado en unos términos que sólo parecen entender los hombres de Estado. Pero, sobre todo y fundamentalmente, nos obliga a prestar atención a un dispositivo retórico cuyo principal fin es invertir dialécticamente las premisas teóricas del texto de Einstein. Freud sintoniza de inmediato con el punto de partida einsteiniano, pero prefiere hablar de la relación entre el derecho y la fuerza en unos términos sustancialmente distintos. Violencia (Gewalt) es un término más rotundo y mantiene con el derecho una relación más ambigua de la que se imagina Einstein, cuyo recurso a la fuerza transfiere a un ordenamiento jurídico trans-nacional. La fuente de Freud quizás sea menos política pero resulta más radical: para explicar la relación entre la violencia y el derecho conviene reconstruir efectivamente este proceso hacia atrás, pero en una clave hobbesiana. En primer lugar, Freud explora el momento en que el poder de los individuos aislados prevalecía sobre una mayoría de seres endebles. Esta relación de dominio venía a significar que el individuo más fuerte era el único fundamento verdadero del poder. Era, en efecto, un dominio singularmente privilegiado sobre cualquier otro, por cuanto en él se daba, de la forma más bruta, la violencia. Y, sin embargo, sólo cuando la comunidad hace prevalecer con posterioridad su violencia contra el individuo aparece propiamente el concepto de derecho. En este tránsito, es fácil señalar que esta violencia colectiva que concentra la comunidad, de acuerdo con Freud, no es más que la pervivencia de la agresividad originaria del individuo, sólo que ahora focalizada en un punto y transformada. Mucho más difícil e inquietante resulta reconocer y asumir plenamente el hecho de que el tránsito de la violencia al derecho es ya en sí mismo un acto violento. El panorama freudiano es, en efecto, el weberiano del Estado que tiende al monopolio de la violencia legítima. En la misma medida en que la comunidad reintroduce la violencia y con ella el derecho, se afianzan los vínculos identificativos –Eros- entre los miembros del nuevo cuerpo social. Pero de esta manera, no se hace desaparecer ni la violencia ni la guerra:  
Por un lado, algunos de los amos tratarán de eludir las restricciones que rigen para todos, es decir, abandonarán el dominio del derecho para volver al dominio de la violencia; por el otro, los oprimidos tenderán constantemente a procurarse más poder y querrán que la ley recoja esta variación, es decir, que se progrese del derecho desigual al derecho igual para todos.6  El derecho se convierte así en expresión de las desiguales relación de poder que operan en la imposición                                                 6  Ibid., p. 77. Freud está pensando en el proyecto bolchevique y su propuesta de “eliminar la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los participantes”; pero lo considera una ilusión: “Por ahora están armados a conciencia y mantienen en gran medida unidos a sus partidarios por medio del odio hacia todos los extraños” (88). 
de cualquier orden legal. No niega Freud que las relaciones de dominio que puedan históricamente redefinirse en el seno de una comunidad o en su conflicto con otras puedan dar lugar a períodos de paz siempre transitorios y más o menos duraderos en función del empleo de la fuerza. Tampoco parece descartar la idea de una liga supra estatal con un poderío autónomo suficiente que regule los conflictos internacionales, aunque no se le escapa la dificultad de una cesión de la soberanía por parte de los estados y la pujanza de los nacionalismos.  Sin embargo, por más que intenta convencerse de la posibilidad de acabar con la guerra, su pensamiento crítico le ofrece una razón desarmante: “Se comete un error de cálculo si no se tiene en cuenta que el derecho fue originalmente violencia bruta y que sigue sin poder renunciar al apoyo de la violencia.”7 Con la estoica clarividencia del que no se deja estafar por el recurso a una suerte de pacifismo jurídico, Freud trata de ilustrar hasta qué punto cualquier intento de confiar el problema de la guerra exclusivamente al derecho responde a un utopismo sumamente ingenuo ante la reaparición de la violencia en las formas y prácticas del derecho. Replantear la guerra desde el límite del derecho significa, pues, mantener las condiciones que hacen inviable luchar contra su fatalidad. Si llamamos “fatalidad” a la categoría de aquello que pretendidamente sobreviene al margen y a despecho de toda intervención de voluntad humana, vale la pena interrogarse en qué medida la violencia impuesta por arbitrio, por ley, vendría a ocupar precisamente el lugar de la fatalidad, esa especie de funesto acontecer del que la guerra forma parte. Expresado en otras palabras: si el derecho y la violencia se hallan en una relación continua, ya sea por un acto de decisión (Schmitt) o por consenso explícito (Kelsen), conviene deshacerse de la ilusión de que las normas que puedan prohibir la guerra traigan consigo su efectiva eliminación.8 De todos modos, lo verdaderamente decisivo es el vínculo establecido por Freud entre esta estricta correlación hobbesiana violencia/derecho y su doctrina de las pulsiones, de la cual señala sólo las líneas generales. De acuerdo con dicha doctrina,  
suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquéllas que quieren conservar y reunir las llamadas eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El Banquete de Platón [...] y otras, que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción.9   
La intrincación de ambas pulsiones es, sin duda, la observación más relevante de Freud. Aun cuando operen como fuerzas contrarias, es preciso reconocer que actúan de manera conjunta, hasta el punto de que ambas son necesarias para mantener la vida del sujeto. De manera que cuando los hombres deciden hacer la guerra e incluso se entusiasman con la idea de participar en las contiendas militares están respondiendo a un complejo pulsional de signo aparentemente opuesto, pero que no puede ser desintrincado, so pena de que advenga la muerte del sujeto. Dado que nuestra conducta obedece a la confluencia de estos dos tipos de pulsiones, la cultura sólo                                                 7  Ibid., p. 82. 8 La noción de soberanía que Schmitt plantea en Teología Política (1922) nos ofrece un notable contrapunto con el pacifismo jurídico expuesto por Kelsen en El problema de la soberanía y la teoría del derecho internacional (1920) pero, muy especialmente, con Benjamin y su obra Para una crítica de la violencia (1921).   9  Einstein y Freud, edición citada, p.  83.  
puede instituirse, según Freud, sobre el funcionamiento conjunto de ambos. La pulsión erótica siempre requiere de la agresión para conquistar sus metas. Y a la inversa, la fuerza destructiva, cuando se dirige hacia el exterior del sujeto, nunca se da de un modo totalmente puro, sino que se presenta acompañada de alguna modalidad del impulso erótico. Tras lo cual Freud hace punto y aparte y vuelve a presentarnos la pulsión en cuestión de esta manera:  
Pero una parte de la pulsión de muerte se mantiene activa en el interior del ser; hemos tratado de explicar gran número de fenómenos normales y patológicos mediante la interiorización de esta pulsión de destrucción. Hasta hemos cometido la herejía de atribuir el origen de nuestra conciencia moral a tal orientación de la agresión hacia el interior.10   
Conviene detenerse en este apunte decisivo: la pulsión de muerte consiste en la presencia de algo estrictamente inherente al sujeto que le impulsa a odiar y destruir al otro. Al introducir este intruso traumático en su interior, Freud da aquí un paso decisivo que —en la medida en que consideremos con cuidado todas sus consecuencias— invierte nuevamente el cuadro presentado por Einstein: antes de proceder a cualquier moralización acerca de las pulsiones, hay que tener en cuenta que el origen de nuestra conciencia moral está en la autoagresión, hasta el punto de que su erradicación del sujeto entrañaría la desintegración del reino mismo de la moral.11  ¿Cómo deberíamos entonces concebir la relación entre la pulsión de muerte, este impulso extraño alojado en el corazón mismo del sujeto, y el problema de la guerra? Ciertamente, Freud reconoce esta pulsión como un “exceso” inherente, interno, una suerte de antagonismo inmanente que según su magnitud puede resultar directamente nocivo para la salud del sujeto, pero que puede ser negado-superado con la orientación de dicha pulsión hacia la destrucción en el mundo exterior. Sin embargo, tal lectura, a pesar de su carácter convincente, y hasta evidente por sí misma —así parece darlo a entender Freud de una manera inequívoca— no puede pasar por alto el énfasis decisivo de aquél: la negatividad de la pulsión de muerte, la destrucción del sujeto vuelta hacia sí mismo (esta experiencia de Hiflosigkeit propia de lo sublime), no es un momento transitorio, negado en el resultado final de la Kultur; el quid radica en estar dispuestos a admitir que estas tendencias destructivas bajo las cuales se exterioriza la pulsión de muerte “son más afines a la naturaleza que nuestra resistencia contra ellas”.   Aquí toca Freud el criterio dirimente de la cuestión: el pensamiento y el sentimiento de los hombres están tan profundamente penetrados por este antagonismo pulsional originario que no cabe otra salida que la de ser conscientes de ello, y esto demuestra hasta qué punto el problema de la guerra, desde la óptica de la moral, es un problema que no puede ser resuelto a partir de la teoría. De ahí que Freud se dirija directamente a Einstein en estos términos:  
                                           
Quizá tenga usted la impresión de que todas nuestras teorías forman una suerte de mitología que, en ese caso, ni siquiera sería grata. Pero, ¿acaso no se orientan todas las ciencias de la naturaleza hacia una mitología parecida? ¿Acaso se encuentra hoy en la física en distinta situación?12   
La guerra, al igual que la neurosis, es una enfermedad que surge de la represión de los impulsos, por lo que quizás al ser detectados éstos podrían ser neutralizados muchos de los sufrimientos que provoca. Pese a ello, Freud, “el teórico alejado del mundo”, admite que poco puede hacer para resolver una cuestión tan práctica y urgente como determinar las causas de la guerra. Se limita a formular una mitología de las pulsiones cuyo reconocimiento esté sujeto a los recursos de los que se disponga en cada momento. Si bien parte de ese reconocimiento —y esto resulta crucial— debe pasar por el abandono de una moral que consiste, entre otras cosas, en intentar justificar algo que no puede ser justificado o no necesita ser justificado, a menos que queramos crear una imagen falsa de nosotros mismos. Llegados a este punto, Freud decide reformular la cuestión planteada por Einstein:   
¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la aceptamos como una más entre las muchas dolorosas miserias de la vida? Parece natural; biológicamente bien fundada; prácticamente casi inevitable. No se escandalice usted por mi pregunta, pues al tratarse de una investigación seguramente se puede adoptar la máscara de una superioridad que en realidad no se posee [...] La guerra niega de la forma más violenta actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso cultural, y por eso nos alzamos contra la guerra; simplemente, ya no la soportamos, y no se trata aquí de una aversión intelectual y afectiva, sino de que en nosotros se agita una intolerancia constitutiva, por así decirlo, una idiosincrasia magnificada. Y parecería que la ignominia estética [ästhetischen Erniedrigungen] implícita en la guerra no contribuye menos a nuestra rebelión que sus crueldades.13  
A lo que tenemos que estar atentos es al carácter estético de este rechazo. Por mucho que se encarezca la trágica negatividad y se repudie la cruenta inhumanidad de la guerra, es preciso considerar por qué nuestra intolerancia hacia ella es de un orden socialmente rechazable no por su contenido moral en sí, sino simplemente porque no es estética, es decir, porque supone la exhibición de una pulsión natural que no se debería mostrar. El signo de esta pulsión sigue tan vivo y activo en todos los aspectos de nuestra cultura, y su impulso permea tan posesivamente la disposición anímica de los individuos, que cualquier vistazo a la historia de los seres humanos — asegura Freud—  impide esperar una mínima eficacia inmunológica contra una pasión tan enraizada en el sujeto, totalmente vigente y operante, dispuesta a saltar a la más leve solicitación que pueda llegarle. La pregunta planteada por Freud cobra así todo su sentido: si esta pulsión, hasta en las más diversas manifestaciones, ha acabado por hacerse prácticamente omnipresente, ¿por qué no se la acepta como una miseria más de las muchas que nos depara la vida? ¿Por qué suscita entre los pacifistas un sentimiento de vergüenza que resulta intolerable? Y, sobre todo, ¿por qué no dejar de escandalizarse y tratar de hacer de la intrincación de las pulsiones un elemento favorable al desarrollo de la civilización?   No es en modo alguno accidental que Freud cierre la carta con esta última pirueta dialéctica. Freud interpreta la pregunta formulada por Einstein no con el fin de darle una respuesta (lo que se espera del que ocupa la posición de supuesto sujeto del saber), sino de responder a lo que está en el lugar de la pregunta, esto es, la vergüenza. Si la pregunta de Einstein es objeto de una interpretación sintomática es porque la carta de Freud desea mostrar lo que otros se empeñan en ocultar. La vergüenza que el pacifismo se niega a reconocer implica soslayar algo que en la teoría de Freud es central: la imposibilidad de desintrincar el antagonismo pulsional inherente a los seres humanos y, por ende, la estricta correlación cultural entre violencia y derecho. Lo único que puede contribuir a que no se instale la guerra es, a juicio de Freud, confiar en que pueda revertirse la dirección de esta pulsión. Aunque también quepa admitir la posibilidad contraria, dado el carácter paradójico de este complejo pulsional que es el hombre.   
Comentarios finales  
En consecuencia, deberíamos invertir la lectura habitual según la cual el pacifismo de Freud, a diferencia del modelo militante y comprometido de Einstein, se apoya en una débil motivación estética para denunciar los estragos de la guerra. No se trata únicamente de que la evolución cultural haya convertido la guerra en una forma de primitivismo ante la cual sólo cabe rebelarnos porque “simplemente, ya no la soportamos”. El hecho de que el desarrollo cultural paulatina, aunque no linealmente, domine intelectualmente la vida instintiva puede leerse como una interiorización de las tendencias agresivas. Pero lo interesante no es que nos alcemos contra la guerra porque ésta, de forma violenta y abrupta, niega esas actitudes psíquicas impuestas por el proceso cultural. La pregunta con la que Freud responde a Einstein es la pregunta socrática que cualquier pacifismo consecuente debería formularse: “¿Por qué nos avergonzamos…?” Esto es lo que explícitamente manifiesta el contenido teórico de la carta: sin la conciencia de la vergüenza estaríamos ciegos ante ciertos resultados no aceptables de la teoría, que no siempre nos conduce a conclusiones asumibles… Freud tiene buen cuidado en dejar manifiesto que su teoría es radicalmente incompetente para dar una respuesta satisfactoria al problema planteado, pero esto no significa que no pueda ser empleada para invertir dialécticamente los presupuestos de Einstein, esto es, su apuesta firme por el pacifismo jurídico así como su visión moralizante de la teoría de las pulsiones. La posición de Freud es clara: estamos inmersos en la “guerra” (como tendencia instintiva le resulta innegable), y esta inmersión es perturbada por síntomas que dan testimonio del hecho de que, en el fondo, seguimos resistiéndonos a esta inmersión. “No resistirse a esta inmersión”, por lo tanto, quiere decir asumir plenamente la vergüenza. Como apunta Adorno:    
En los seres humanos todavía no ha tomado cuerpo efectivo la vergüenza por la brutalidad incluida en el principio de la cultura. Sólo una vez que hayamos conseguido despertar esa vergüenza, hasta el punto de que ningún ser humano pueda ya contemplar imposible cómo se ejerce la brutalidad contra otros, sólo entonces podemos hablar tranquilamente de todo lo demás.14  
Aunque la llamada de Freud a la evolución cultural es una llamada cargada de escepticismo, una educación más atenta a la presencia del mal en el sujeto parece más emancipadora que una educación instituida en su falsa renegación.   



Bibliografía  
A. Einstein, S. Freud, Warum Krieg?, Kleines Diogenes Taschenbuch, Zurich, 1996.  A. Einstein, S. Freud, ¿Por qué la guerra?, editorial minúscula, Barcelona, 2001. Th. Adorno, Educación para la emancipación, Ediciones Morata, Barcelona, 1998. D. Benhaïm, “Guerra y Kultur en Freud”, http://www.letraurbana.com/articulo/94. J. Habermas, “La idea kantiana de la paz perpetua. Desde la distancia histórica de 200 años”, en La inclusión del otro, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 147-188.  H. Kelsen, Das Problem der Souveränität und die Theorie des Völkerrechts, Scientia, Aalen, 1960.  C. Schmitt, Teología política, Trotta, Madrid, 2009. W. Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en Obras II/1, Abada, Madrid, 2007. 

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